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El punk había
nacido con una fuerza espontánea que mezcló con artística potencia
pensamientos adoptados sui generis que iban de Nietzsche a Marx pasando por toda
una gama de pensadores, que aunque anónimos, dejaron deslizar sospechas sobre
el horizonte perfecto que algunos se esmeraban en dibujar. Pero a medida que el
árbol punk extendía sus ramas para poner en la vidriera lo más avergonzante
de la sociedad se iban dando procesos que si bien hicieron circular su discurso,
atentaron contra su contundencia.
A esta altura lo más significativo del
punk rock había pasado por el impensado momento de sentarse a negociar con las
discográficas multinacionales en un claro ejemplo empírico de los términos
que desarrollara Raymond Williams en los estudios culturales de Birmingham. El
emergente estaba encontrando su lugar en lo hegemónico y la cuestión provocaba
controversias. Así como algunos vieron en esto un pasaje lógico del proyecto,
otros perecieron en él. The Clash, por ejemplo, sentía que podía luchar
contra el sistema desde adentro y seguía sin entrar en contradicciones aunque
un tema suyo musicalizara la promoción de una marca de jeans. Por otra parte,
los que habían basado toda su virulencia en la máxima de «no transar»,
comenzaron a naufragar en alta mar haciendo agua ya sea por la popa o por la
proa. Algunos sectores del movimiento,
atentos a las palabras que hablaban de la necesidad de una revolución
permanente, sólo sabían que la cosa debía radicalizarse siempre un poco más,
entrando así en una especie de espiral de controversias que, como un ácido
corrosivo al extremo, fue deformando la esencia punk hacia sólo un lado del
asunto. Había que tener la cresta más alta, gritar los insultos más crudos
contra el establishment y golpear los instrumentos con odio para ser más punk.
La revolución punk corría igual suerte que la revolución proletaria.
Objetivos distintos estaban saliendo a la luz provocando quiebres que
debilitaban su fuerza inicial. La consigna del no futuro estaba ante
la insalvable disyuntiva: aquel futuro estaba aquí, el tiempo siguió avanzando
y aquellos jóvenes que vaticinaban la necesidad de un cambio habían corrido la
misma suerte que los anteriores. El sistema se encargó de reubicarlos a todos.
Algunos siguieron marginados, pero ya demasiado grandes para que los jóvenes de
las generaciones posteriores los vieran como pares; otros debieron acercarse a
hablar de dinero con la música; otros hicieron la vida de sus padres, aquella
vida que había sido una de las razones validas para gritar y poguear en un
concierto; y otros inclusive llegaron a ser grandes empresarios dispuestos a
cerrar el camino a todo lo nuevo que no signifique negocio. La casa estaba en orden, la llama punk
ya no provocaba el horror de la sociedad y su poder estaba lejos de ser una
amenaza. Después de todo ya no era una generación buscando el cambio; sólo
unos cuantos descarriados, inadaptados, en su mayoría drogadictos o con
problemas legales. Para ellos el establishment tenía reservado el sitio
marginal que soporta un determinado porcentaje de individuos de una sociedad que
vuelve a la paz cuando encuentra lógica a las cosas. El susto emergente que había
producido el punk fue metabolizado como el susto que habían causado
anteriormente otras revoluciones, pero no hay revolución alguna que aunque sea
no haya dejado sus cenizas. La llamarada del punk no había hecho combustión
para no dejar al menos manchado el piso.
Lo importante era que el punk había
puesto sobre la mesa todo lo que la música de las décadas anteriores había
ocultado. Más cerca de la rebeldía de Mozart o de la conmoción que causó la
aparición de roqueros de la década del 50 como Jerry Lee Lewis, más cerca de
la postura provocativa de los escritores beat como Ginsberg que de la ilusión
hip de un mundo en paz lleno de música baba, el punk no quería complacer a un
mundo tan poco complaciente. Quizá lo más efectivo y rescatable de
todo fue que el mensaje se escuchó en todo el mundo y que la música, una vez más,
sirvió para demostrar lo que pasaba por la vida de toda una generación de jóvenes
que sospechaba del mensaje: «Todo está bien como está». Más allá del ojo del huracán,
Londres y la costa oeste de los EE.UU., el punk rock no se detuvo en las
fronteras. En el caso
Lo cierto es que el punk no nació como
moda, dio origen a un circuito verdaderamente alternativo, creó espacios donde
no los había y gritó cosas que se callaban; pero la utopía de mantenerse
fuera del sistema chocó contra la moda, la música, la difusión y en síntesis:
contra el mercado. Quizás no se supo como seguir la revolución; los grupos que
entraron al circuito comercial quedaron lejos de aquel cooperativismo y de la
marginalidad, y los que quedaron fuera debieron buscar como sobrevivir sin
tiempo para remontar la lucha desigual contra un establishment que ya sabía
como tratarlos. De esta forma el punk debió soportar
una necesaria transformación para no morir como a las modas lo indica el
destino. Olvidando quizás la estética de la que el big brother ya se había
adueñado como novedad, fueron muchos los que ya no aceptaron la etiqueta de
punk rock para su música ni los
Si el punk fue: una moda, un fracaso o
una de las más importantes revoluciones artísticas de los últimos años,
quedará para el debate permanente. Lo cierto es que podemos hablar de música
antes y después del punk y por ende de un mundo antes y después del punk. |